Hace un tiempo se viene discutiendo en Chile el poco impacto que generan las obras de arquitectura en las diferentes ciudades, con la consecuente mejora que podrían producir.
Se reconoce una cierta calidad de la producción arquitectónica en sí misma, sin embargo la distancia que las separa de una realidad urbana de dudosa calidad, es muy grande.
Este es un problema que se percibe no sólo en Santiago, sino que en la gran mayoría de las ciudades a lo largo de nuestro país.
Sin lugar a dudas el problema, pasa en primera instancia, por una falta de planificación, visión a largo plazo y claridad de cuál es el destino que se le quiere dar a las ciudades. Este es un tema que da para ser desarrollado sobre sí mismo.
Me interesa sin embargo, centrarme en la escasa vocación urbana que tiene el desarrollo de la arquitectura más reconocida de Chile, que se puede encontrar principalmente dispersa por el territorio.
Más allá de una política urbana clara en este aspecto, y absolutamente necesaria e imprescindible, me parece que las obras de calidad insertas en la ciudad, también son capaces de establecer mejoras fundamentales para con el entorno y los barrios en los que se insertan.
Muchas ciudades del mundo han optado por combinar un plan urbano general, con la colocación de piezas estratégicas, de calidad y clara vocación pública en la, donde más allá de los valores estéticos que puedan tener, lo interesante es la capacidad de transformar y mejorar la calidad de vida de dichos lugares y sus habitantes.
Se necesita promover y dar participación a los arquitectos, ya sea vía concursos públicos u otros mecanismos, en la construcción de obras de carácter y vocación pública, entendiendo por ejemplo que un buen consultorio, colegio, biblioteca o centro social, en la medida en que van cargados con arquitectura, son capaces de mejorar notablemente la ciudad, no obviando la necesidad de un cambio y estrategia mayor.